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La Virgen de la Candelaria

La Candelaria

Virgen de la Candelaria
por tu devoción
líbranos del fuego
apaga el fogón

Este va a ser un siglo memorable. Lo abrí con una tormenta espectacular el segundo día de febrero, y creo que lo cerraré con varios antipapas y el gran Cisma de Occidente.

Gaudencia entera se había congregado en la plaza para presenciar la bendición de la nueva imagen. En el altar, preparado a toda prisa por el Maestro de la Estigia, aparecía María con nimbo de oro. La llamaban la Candelaria. Clemente, el nuevo obispo, le había comisionado el retablo a Simón y, aunque le había prometido el oro y el moro, esperaba salirse con la suya y sacarse la virgen gratis. Una acusación anónima de hereje bastaría para encomendar al cobrador al Tribunal del Santo Oficio.

Según Clemente, la Virgen Flamígera era producto de una noche de éxtasis. En los expedientes a la curia, explicó que se le había aparecido la Purísima y le había pedido, en su lengua materna, que le consagrara el segundo día de febrero. Cómo diantres comprendió el arameo, nunca lo dijo. El muy astuto presintió que la poliglotía le podía traer dificultades, y no abundó sobre el tema lingüístico. Aunque en el Vaticano sospechaban que había gato encerrado, aprobaron sin discusiones la Santa Virgen de las Candelas.

La verdad del caso es que no hubo revelación, lengua semita, ni Mater Amantísima, sino una borrachera que hizo historia. Aquella noche había ido a Gaudencia a visitar a algunos adeptos y por casualidad descubrió la antigua Plaza de la Paja. Mientras admiraba una fachada del más puro románico, encontré al obispo y me dediqué a cultivarlo. Para omitir las formalidades que, dado mi oficio, son más bien engorrosas, decidí entonarle una saeta. El pastor de la Santa Grey se conmovió, me invitó al Mesón de la Pepa y comenzó a contarme la historia de su vida.

Se consideraba un cantor frustrado y su familia era responsable de ello. Cuando niño, podía imitar hasta a los ángeles y para comprobarlo, me lanzó un do de pecho que me erizó el pelo. Como sus padres sospechaban que la vida de los músicos era poco rentable, abogaron por él en Roma y su primo el pontífice lo asignó a aquella ciudad perdida de Levante. En Gaudencia gozaría de una perfecta sinecura y olvidaría su prometedora carrera de barítono. Cuando iba a servirme el segundo vaso de tintorro, me percaté de que el Clemen se había metido al gaznate litro y medio de aguardiente. Y lo mejor, es que estaba tan campante.

Al ver mi sorpresa, el obispo me confesó que la parranda había comenzado hacia las cinco, con una cena opípara preparada por las monjas del Carmelo. Entre él y el nunzio se habían devorado siete perdices y vaciado cuatro litros de clarete. Como el viejo ya no estaba para trotes, lo dejó en el balcón de la nunziatura y se fue de incógnito al Arrabal del Septentrión. La del aguardiente era la cuarta botella de la noche. Todo hay que decirlo, en aquella época de santones y beatos, era uno de los pocos clérigos que aún cultivaba el arte etílico.

Lo estábamos pasando bomba, pero el Clemen me guardaba una nueva sorpresita: sufría de un hígado destemplado y encima tenía una vesícula sumamente intransigente. Llegó la Pepa con la cuenta, él exclamó: Mater Amantisima, servus tuum sum y se quedó seco. Me tocó pagar, llevarlo en brazos hasta el palacio arzobispal y encima cuidarme de no tropezar con aquellos crucifijos polícromos que se habían puesto tan de moda. Lo metí en la cama y me arrellané en un sofá turco a esperar que amaneciera. El Clemente no me dejó pegar ojo. Entre gruñidos e hipo, se pasó toda la noche repitiendo: Gloria in excelsis Deo, Servis tuis testimonia dono.

La impresionante carrera del primito dejó a la familia satisfecha sin mellar el prestigio del pontífice. Además, el pariente había sido sumamente cauteloso. Sólo le pidió al papa unos dineros para modernizar la fachada del palacio arzobispal y abrirle plaza hacia poniente. Esta era su primera petición seria y no había razón para negársela. En Roma estaban tratando de promover por todos los medios el culto mariano y la propuesta de Clemente les venía de perilla. El dos de febrero como día oficial de la Virgen Flamígera caía perfecto en el nuevo calendario: precedía por pocas semanas las Carnestolendas y mantenía los fervores de la Epifanía. Ningún prelado supo percatarse del grave error teológico en que estaban incurriendo.

Tras un mes de cura hepática a base de té de limón y compresas frías, Clemente comenzó a escoger a los mancebos que integrarían la cofradía. Quería que estuvieran desprovistos de aquellos muñones que tan feo hacían en las procesiones. Ultimamente, quien no había perdido un brazo con las invasiones, había quedado tuerto por las bubas. El quería cuerpos sanos pues, como buen beodo, también era un esteta empedernido.

El segundo día de febrero, después de la misa de las once, la ciudad se congregó ante la Puerta de la Gloria. Los cofrades estaban guapísimos: llevaban túnicas amarillas, calzas blancas y bonetes con el mote: Flamma ardita. Hubiera dado cualquier cosa para que ingresaran a mis filas. Sin embargo, el gustazo de observar el espectáculo no logró apaciguar mi cólera. Aquello era un problema de principios: no podía dejar que un obispucho pisara mis derechos. Debía defender mi territorio.

Mientras unos cuantos preparaban la fogata, lancé un vendaval desenfrenado. Después me di cuenta de que era una entrada de opereta, pero fue lo primero que me vino en mente. Pocos se percataron de que las nubes estaban totalmente inmóviles y la tormenta era sólo a flor de tierra. Un ciego que se estaba despiojando comenzó a escupir jaculatorias. Los perros aullaron como cuando pasan las ánimas en pena. Pero nadie les hizo caso. Desde el último concilio estaba terminantemente prohibido creer en la santa compaña.

Después del vendaval, decidí esconderme detrás de un torbellino. Los perros se callaron, porque se dieron cuenta de que se trataba de algo gordo; pero las cornejas salieron volando como locas. Ellas, siempre tan coquetas, saben que el azufre le resta brillo a su plumaje.

Entre vendaval y torbellino, me llevé los festones rojigualda del templete. Cuando iba a arremeterla contra la imagen, el obispo comenzó a dar voces. Había intuido que aquello no era del todo cristiano y decidió asegurar bien su Candelaria. Recuerdo perfectamente la orden pues me sacó de mis casillas: "Mantened la calma y sujetad a la Patrona".

Toda mi fuerza diabólica fue inútil frente a la obstinada fe de aquellos imberbes. Yo contaba con la histeria de los novatos, pero me defraudaron. No pude llevarme ni la túnica ni el manto de la Mater Amantísima. Sólo me quedó la satisfacción de que los listísimos cofrades aseguraron a su Patrona con la soga de los ahorcados por ladrones. La Candelaria quedó hecha un cisco: más que Virgen parecía mujer de pregonero. La metieron a toda prisa por la sacristía y me di por satisfecho.

Los gaudencinos se fueron a la taberna a cobrar aliento y decidí acompañarlos. Allí todos murmuraban que se trataba de una estratagema del infierno. Lucifer era el único capaz de meterse gratuitamente con la Santa Madre de las Flamas.

El Maestro Simón, que desde hacía tiempo andaba conjurándome a través de nigromantes de medio pelo para plasmarme como rey del Hades en uno de sus trípticos morales, adelantó unas palabras. El Demonio podía ser un maldito, pero no era un lunático. La ira que había demostrado se entendía fácilmente: el fuego era su atributo y quería impedir que se lo dedicaran a María. El lo sabía como nadie porque había tenido que sudar la gota gorda para poder pintar las llamas del infierno.

Simoncito estuvo magistral; explicaba los procesos infernales con tal pericia, que se hubiera dicho que estaba de mi parte. Allí comenzó a ganar puntos conmigo. Aunque sus argumentos eran poco menos que perfectos, no hubo concenso. Los ilusos gaudencinos empezaron a vociferar que era una afrenta imperdonable, con todo podía meterse el Estrujado menos con la Mater Amantísima.

Me aburrí de oir pamplinas y me fui a la playa a echar la siesta. En sueños vi que, si lo preparaba bien, lo del Cisma de Occidente podía dar tela para rato. Me desperté optimista, me di un chapuzón y, antes de enfriarme, abandoné aquellos lares. Desde que perdí mi puesto como Maestro de los Coros Celestiales, debo ser cauto. No sabes lo patético que resulta un demonio acatarrado, ni cuáles pueden ser las consecuencias.

 

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